Recuerdo las veces que nos dijimos nunca más.
Pero mejor recuerdo las veces que
entre risas y legendarios caíamos de nuevo rendidos.
Rendida de rodillas ante él y más tarde
rendidos en el sofá naranja que reinaba en su salón.
Quitándonos la tiritera
que nos provocaba el pedo de la noche anterior.
Allí estaba, una vez más. Mirándole
mientras dormía. Como quien adora a un Dios.
Las verrugas que se formaban a causa de la
vejez en las bolsas de los ojos me resultaban tremendamente adorables.
Como el bocao' que tenía su barriga o su
forma de roncar.
Todo de él, todo me lo hubiera comido.
Todo de él hubiera fotografiado y hubiera
guardado cual tesoro. Incluso sus peores lunes.
Todo de él hubiera perdonado y por él
hubiera ido a cualquier lado.
Y es que, él no sabe que soy la que le
acompaña con la mirada cuando tiene que hacer algo que no quiere para calmar
sus nervios. Ni tampoco que le recargo las cámaras a la que sale a saludar a
Marta para que a su vuelta tenga menos trabajo. Ni que me bebo sus mentiras, ni
que cuando brindamos pido por él y porque algún día encuentre a quien le haga
realmente feliz, aunque no sea yo. Tampoco sabe que cuando era de pre-pago
siempre le recargaba el móvil por si caía la breva de que me escribiera. Ni se
imagina que me encanta que use de pijama la ropa del día anterior y que no se
corte las uñas de los pies. Aunque le diga que debería usar pijama y que se corte
esas uñas, siempre deseo que no lo haga.
Él no sabe lo que le echo de menos ni que
cada noche antes de acostarme escucho cada una de sus canciones y me lo imagino
cantándome en cualquier parque mientras pasa la vida, juntos.
Tampoco sabe, ni hace falta, que me imagino
que es a mí a quien me las canta.
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